
Como de costumbre, la serpiente lo siguió con la intención de morderle, pero cuando se acercó al sabio, perdió toda su ferocidad y quedó cautivada por su dulzura.
Viendo a la serpiente, el santo dijo: "Bien, amiga mía, ¿quieres morderme?"
La serpiente quedó avergonzada y no contestó nada.
Al ver esto, el sabio agregó: "Escucha con atención, amiga mía; en el futuro no hagas daño a nadie".
La serpiente inclinó su cabeza en señal de asentimiento.
Cuando el sabio se fue, la serpiente entró en su cueva y, desde aquel día, comenzó a vivir una vida de inocencia y pureza, sin tener el menor deseo de dañar a nadie.
A los pocos días, se corrió la voz en el vecindario de que la serpiente había perdido todo su veneno y era inofensiva, y entonces, la gente comenzó a molestarla.
Algunos le tiraban piedras, otros la arrastraban desconsideradamente tirándola de la cola.
De este modo, sus sufrimientos no tenían fin.

A eso, la serpiente contestó: "Señor, he sido reducida a este estado, porque no he hecho daño a nadie después de haber recibido sus instrucciones. Pero, ¡ay!, ¡ellos son tan crueles!"
Sonriendo, el sabio dijo: "Querida amiga, yo simplemente te aconsejé que no hicieras daño a nadie, pero nunca te pedí que dejaras de silbar y asustar a los demás si era necesario. Aunque no debes morder a ninguna criatura, puedes mantener la gente a considerable distancia asustándola con tu silbido".
De modo similar, si tú vives en el mundo, haz que los demás te respeten.
No hagas daño a nadie, pero, al mismo tiempo, no permitas que otros te dañen a ti.
Anónimo
Jesús Miravalles Gil
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