Resulta cuando menos paradójico que en Occidente, aparente cuna de las libertades individuales, esas por las que se desataron incontables revoluciones desde finales del siglo XVIII, otorguemos tan poco valor a los actos que como seres humanos únicos e irrepetibles podemos protagonizar. En este sentido resulta obstinadamente habitual que reneguemos de la repercusión que nuestras prácticas personales pueden tener para el conjunto de la humanidad. Tal vez por complejo de inferioridad, tal vez, y me inclino más por esta segunda hipótesis, porque la libertad da tanto miedo que preferimos echar balones fuera y eludir responsabilidades: “¡Total un voto más o menos no va a cambiar nada!”, “¡Poco importa si arrojo este papel al suelo, pues bastante mal está el planeta como para que mi incívico desliz lo empeore!”, “¡Por un poquito que defraude a hacienda, no pasa nada!”, “¡Con lo que roban otros a lo grande, no me ha de preocupar que yo robe a lo chico!”. Consiguientemente, esta actitud, nos permite salir impunes ante el tribunal encargado de juzgar los males que aquejan a la sociedad, procediendo tranquilamente a cargarle el muerto a cuantos nos rodean y reclamar lo que el Estado nos ha de aportar a nosotros; pero jamás de los jamases lo que nosotros podemos aportarle a él. Un buen ejemplo que ilustra este panorama es la actual coyuntura de crisis económica en la que nos encontramos. Una crisis que, en boca de todos, es culpa de otros, de los de siempre, de los pocos que mandan sobre muchos, aunque a esos pocos les hayamos elegido nosotros y los sigamos eligiendo. Dioses y diablos me libren de limpiarles el expediente a la manada de inmorales que en líneas generales tenemos por gobernantes, pero en el día de hoy sí
me gustaría poner de manifiesto que la crisis es culpa de cuantos poblamos la faz de la Tierra. O al menos de casi todos, pues siempre hubo justos en Sodoma y Gomorra.Y el que esté libre de culpa que tire la primera piedra, que dijo Jesucristo a los fariseos. Porque no conozco a nadie, que no haya entrado alguna vez en un juego donde las excepciones a la regla han contribuido decisivamente a la precipitación de la crisis. Unos directamente negarán los hechos, otros alegarán que si otros lo hicieron,
por qué no yo, mientras que no pocos recurrirán al tan triste como manido “que no me hubiesen dejado hacerlo”. Este último alegato es además un reclamo al estado policial que vigile constantemente los usos y costumbres de los ciudadanos al más puro estilo Gran Hermano. Un canto al tutelaje permanente al que bien podrían apelar delincuentes de todo cuño, cayendo entonces en el gravísimo error de justificar lo que solo se puede explicar y en el de convertir en normal lo que solo es habitual.Ese dinero negro que recibí por una chapuza, esa ocultación de una facturita por aquí y otra por allá –si es que son de un despistado las jodías que se pierden con una facilidad–; esa declaración de la renta con cuarto y mitad de información fiscal ficticia; esa escrituración de la vivienda por unos milloncejos menos para ahorrarnos unos impuesticos tanto vendedor como comprador; ese uso y abuso del coche de empresa –si es por su bien, que si no circula acaba por azorrarse el motor–; ese aparente bolsito de diseño para la parienta adquirido con el dinero de las dietas del curso de formación –era tan mono que no pude resistirme–; ese escaqueo del curro con la consiguiente pérdida de productividad –un cigarrito por aquí, una meadita por allá, un pinchito de tortilla a media mañana que si no desfallezco, una llamadita a mi cuqui a ver si tiene preparada la comida, un me voy a comprar el pan no sea que se me acabe y ya de paso me acerco al mercadillo a ver si cae alguna ganga–; ese vivir por encima de nuestras
posibilidades, entendiendo que la felicidad se compraba a cómodos plazos que finalmente han terminado por resultar incómodos; ese renunciar a seguir formándonos, toda vez que resultaba mucho más apetecible llenarnos los bolsillos con dinero fácil; ese recurrir al enchufe –trifásico para más señas– que nos permitiese alcanzar un chollo de curro independientemente de nuestras aptitudes; ese rechazar un nuevo puesto de trabajo después de nuestro último empleo tras concluir que viviendo con
papá y mamá, el paro nos daba para pasarnos plácidamente el día fumando canutos y bebiendo cervezas en el parque una buena temporada; ese participar activamente en la construcción de una sociedad en la que nos mofamos de aquel que devuelve lo que se ha encontrado –por idiota–, del que insta a la cajera del supermercado a corregir las vueltas porque exceden lo que le corresponde –por idiota–; ese entender el funcionariado como un cheque en blanco para no hacer nada, para acomodarse, para adocenarse, para vivir la vida loca; en lugar de como una responsabilidad, un honor, un privilegio. Ese…Por todo ello: Yo acuso, yo culpable.
autor:almasy
HORUS
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